Libros Gratis - El Hombre de la Mascara de Hierro
 
 
         

    LIBROS GRATIS

    Libros Gratis
    Libros para Leer Online
    Recetas de Cocina
    Letras de Tangos
    Guia Medica
    Filosofia
    Derecho Privado




blime: sed bueno para conmigo, sed un padre.
Al escuchar tales palabras, Aramis casi se le subieron las lágrimas a los ojos, y le pareció sentir en su co-
razón algo hasta entonces para él desconocido; pero aquella impresión fue fugaz. --¡Su padre! --dijo entre sí Herblay. --Padre, sí, pero padre santo.
El príncipe y el obispo subieron nuevamente a la carroza, que partió a escape camino de Vaux.

EL CASTILLO DE VAUX

El castillo de Vaux, situado a una legua de Melún, fue construido por Fouquet en 1653, es decir en un
tiempo en que en Francia era grande la escasez de dinero, pues por una parte Mazarino lo había robado casi
todo, y por la otra, Fouquet gastaba el resto. Sin embargo, como hay hombres que tienen fecundos los de-
fectos y útiles los vicios, Fouquet, al sembrar los millones en su palacio, halló manera de cosechar tres
hombres ilustres; a Levau, arquitecto del edificio, a Le Notres, autor del plano de los jardines, y a Le Brun,
que pintó las habitaciones.
Vaux no tenía más que un defecto, y era su carácter grandioso, su graciosa magnificencia.
Una gran verja sostenida por cariátides forma la entrada de Vaux, y luego que uno la ha atravesado se
encuentra frente al cuerpo principal del edificio, precedido de un gran patio ceñido de profundos fosos co-
ronados de una magnífica barandilla de piedra. Aquel edificio, construido por un vasallo, se parece más a
un alcázar que no los palacios que Wolsey se creía obligado a regalar a su señor para no despertarle la en-
vidia.
Pero, si algo puede ser preferido a la espléndida disposición de las habitaciones, al lujo de los dorados, a
la profusión de las pinturas y las estatuas, es el parque, son los jardines de Vaux. Los surtidores, maravillo-
sos en 1653, lo son aún en la hora presente: las cascadas despertaban la admiración de reyes y príncipes; y
por lo que hace la famosa gruta, el lector nos perdonará que no describamos todas sus bellezas, porque no
querríamos despertar, respecto de nosotros, críticas como las que a la sazón meditaba Boileau. Haremos,
pues, como Despreaux, entraremos en el parque que tenía entonces tan sólo ocho años, no obstante lo cual
se doraban a los primeros rayos del sol las ya frondosas y altas cimas de sus árboles. Le Notre anticipó el
goce del mecenas: todos los planteles dieron árboles precoces gracias al sumo cuidado que se puso en su
cultura y al eficaces abonos. Todo árbol de las cercanías que presentaba condiciones de gran desarrollo, era,
trasplantado al parque, para adorno del cual podía fouquet comprar muy bien árboles y más árboles, cuando
para agrandarlo había comprado tres aldeas junto con lo que contenían.
El suntuoso palacio estaba dispuesto para recibir “al más gran de rey del mundo”. Los amigos de Fouquet
habían conducido a él, en coche, unos sus actores y sus decoraciones, otros sus estatuarios y sus pintores, y,
otros, finalmente, algunos ingenios, pues se trataba de improvisar en grande.
Por patios y corredores circulaba un ejército de criados, mientras Fouquet, que hasta aquella mañana
misma no llegó, se paseaba tranquilo y perspicaz, para dar las últimas órdenes, después de haber pasado los
mayordomos la última revista.
Era el 15 de agosto. El sol caía verticalmente sobre los hombros de los dioses de mármol y de bronce, y
al tiempo que calentaba el agua de los estanques, hacía madurar en los vergeles los magníficos melocoto-
nes, por los que debía suspirar medio siglo después el “gran rey”, que decía a cierto personaje: Sois dema-
siado joven para haber comido melocotones del señor Fouquet.
¡Oh recuerdo! ¡oh trompetas de la fama! ¡oh gloria terrenal! ¡Aquel que tanto sabía apreciar el mérito;
aquel que recogió la herencia de Nicolás fouquet, y la quitara a Le Notre y a Le Brun, y lo mandara sepultar
a perpetuidad en una prisión de Estado, sólo recordaba los melocotones de su enemigo vencido, aniquilado,
olvidado! Por más que fouquet tiró treinta millones en sus estanques, en los crisoles de sus estatuarios, en
los bufetes de sus poetas y en las carteras de sus pintores, en vano creyó que dejaría memoria de él; y un
puñado de materia vegetal que un lirón roe con la mayor frecuencia, bastaba para que un gran rey evocara
en su memoria la imagen lamentable del último superintendente de Francia.
Seguro de que Aramis había distribuido bien los criados, cuidado de hacer guardar las puertas, y prepara-
do los alojamientos, Fouquet no se ocupó más que en el conjunto. Aquí, Gourville le mostró la disposición
de los fuegos artificiales, allí Moliére lo condujo al teatro, hasta que por fin y después de haber visitado la
capilla, los salones y las galerías, al bajar, rendido de cansancio, Fouquet se encontró en la escalera con
Aramis, que le hizo una seña.
El superintendente se unió a su amigo, que le detuvo ante un cuadro apenas terminado, y al cual daba los
últimos toques Le Brun, sudando, manchado de colores, pálido de


 

 
 

Copyright (C) 1996- 2000 Escolar.com, All Rights Reserved. This web site or any pages within may not be reporoduced without express written permission